Gustav, desde arriba:
Gustav, desde adentro:
Queridos Hermanos:
Aunque fueron pocos, cortitos, y llenos de tristeza, fue un privilegio para mi pasar unos días con ustedes. Una y otra vez me regocijo de la hermosa familia que tenemos, por lo cual debemos agradecer eternamente nada menos que a la conversadora madre y abuela que despedimos el sábado y al silencioso maestro que despedimos 6 años antes.
Cuando Willie y Vilma me dejaron en Ezeiza corrí al mostrador de American Airlines y llegué bien. Esta vez, por excepción, yo viajaba liviano, con dos valijitas de mano y ninguna para entregar. En el mostrador me enteré que el vuelo que yo tomaba iba a salir retrasado 3 horas, lo cual quitaba sentido a los apurones que nos llevamos en la tarde del domingo con Willie y Vilma para poder llegar a tiempo para el vuelo. La chica del mostrador de American observó que el aeropuerto de New Orleans estaba clausurado; yo ya lo sabía, y estaba esperando a ver cuánto tardaba la chica en decírmelo.
Como el vuelo no era posible al destino final del viaje planeado, me preguntó si había un punto alternativo al cual quería viajar. Le pregunté si era posible volar a Baton Rouge, capital del Estado de Louisiana, pero no: también cerrado. Y Shreveport? Sí, Shreveport sí, que está bien al norte de Louisiana, al lado de la frontera con Texas y bastante cerca de Arkansas. Si viajaba a Shreveport debía tomar el vuelo Ezeiza-Dallas, que salía en menos de una hora, en vez del vuelo Ezeiza-Chicago, que salía en tres horas. De nuevo los apurones: todavía había que hacer la cola para pagar el impuesto al aeropuerto, luego la cola de seguridad, luego la de migraciones, luego la de aduana, y luego encontrar la puerta de salida entre el gentío.
Al final tuve tiempo para todo. El vuelo de Ezeiza a Dallas fue en Boeing 767. Los Boeing siempre me han gustado, pero desde que tuve el privilegio de visitar la fábrica de Boeing en Everett, Washington, en las afueras de Seattle, hace tres años, no quiero viajar en otra cosa! El viaje fue bárbaro, pero fuera de la salida de Ezeiza, donde siempre me entretengo y me maravillo de ver la tremenda extensión de las luces del Gran Buenos Aires, estuvo todo muy oscuro y no vi nada.
A la mañana siguiente, luego de parar en Dallas y pasar por los trámites habituales de ingreso al país, pasé al segundo vuelo. Éste fue en un avión menor, marca Embraer. La Embraer es una excelente compañía, Empresa Brasileira de Aeronautica, que opina que hay muchas fabricas de aviones de menos de 70 asientos y muchas que hacen aviones de más de 110 asientos, pero que hay una especie de olvido de ese tamaño intermedio, que ellos llaman 'el Vacío de Setenta a Cientodiez', y que se han propuesto mundialmente llenar, hasta ahora con gran éxito.
Luego del vuelo impecable del Embraer llegué a Shreveport. Mi plan era alquilar un auto, manejar hasta mi pueblo y devolverlo allí. En el aeropuerto me enteré que muchas compañías de renta de automóviles no aceptan el retorno de las unidades en una localidad diferente, y las que lo hacen cobran mucho más. Así fue que contraté con la empresa Enterprise, que me dio un pequeño Chevrolet de 10,000 millas de experiencia. Por suerte me dio un mapita del estado de Louisiana al salir.
Me puse a andar hacia el sureste por la carretera I-49, y manejaba tranquilamente, el cielo más o menos despejado, sin nadie en la ruta, y en un auto con olor a nuevo. 'La vida me sonríe', pensé.

A medida que me deslizaba por la ruta, el cielo se fue cubriendo de nubes, al principio blancas, luego grises. Cada tanto escuchaba música, en general clásica, y cuando me sentía más audaz escuchaba música más movida, pero no me duraba mucho. A veces sonaba el teléfono y era Jamie, que estaba en Alabama y quería saber por dónde iba yo y si estaba bien. La comunicación no era muy buena y generalmente era intermitente. Otras veces yo prefería manejar y pensar sin otro estímulo que el que me llegaba por los vidrios de las ventanas. También cada tanto chequeaba mi brújula, no sea que en alguna distracción mía me encuentre de golpe apuntando hacia Canada. Cuando pasaba Natchitoches, un pueblo corto de nombre largo, tenía hambre, y paré para comer cualquier cosa. Noté que no había muchos comercios abiertos, tal vez porque este lunes era feriado y tal vez también porque esperaban mal tiempo. Comí en el primer restaurante de comida rápida que encontré y seguí viaje. Llovía. Continué en la misma dirección, pasé Alexandria, una ciudad un poquito más grande, y seguí viaje. Allí noté que las nubes seguían oscureciendo, y el viento se ponía más fuerte y la lluvia más densa. A medida que seguía hacia el sur notaba que el viento me movía el auto. No había que ser ningún detective para darse cuenta que los caminos estaban desiertos: muy poquitos autos andando por la misma autopista en sentido contrario al mío, y nadie en la dirección en que yo manejaba
Como la noche anterior yo la había pasado en el vuelo, es típico que uno no duerme muy bien, y en general queda un poquito cansado. Ese cansancio se había estado poniendo de manifiesto luego del almuerzo, y sumado a las movidas que hacían las ráfagas del viento al pequeño Chevrolet comencé a pensar que tal vez convendría que me saliera de la ruta.
Estando justo al norte del pueblito de Opelousas, siempre sobre la misma ruta, recibo un llamado de Jamie, contándome que el huracán se había adelantado a las predicciones y llegado el lunes a la mañana en vez del martes a la tarde, y había hecho impacto en la zona costera de Houma (donde yo viví en una época), y se dirigía hacia el noroeste, causando bastantes daños. Luego agregó que acababan de anunciar que "Gustav estaba llegando a Lafayette". Allí me di cuenta que yo también 'estaba llegando a Lafayette', porque Opelousas esta a sólo 30 km al noroeste de Lafayette. Era un despropósito que el huracán y yo corriéramos a abrazarnos de esa manera; era un amor sin sentido, mejor me salgo de la ruta! Decidí correrme del paso como un torero precavido. Hice salida en el pueblito de Opelousas, con la idea angelical de 'meterme en el primer restaurante que encuentre, cualquier hotel, estación de servicio, lo que sea'. Como resultaron las cosas, me había metido en un pueblo fantasma, no quedaba nadie allí. Todos los comercios, todos, tenían protección sobre las ventanas con tablas de madera terciada, como es común aquí que se haga en vísperas de un huracán. No había luces en ninguna parte, ni iluminación pública, ni semáforos funcionantes, ni luces detrás de las ventanas. Evidentemente el pueblo estaba a oscuras. Iba por la calle Landry, que corre perpendicular a la interestatal, y no quería salirme de allí, porque si me perdía por las calles de este pueblo no iba a encontrar quien me diera direcciones para regresar a la ruta. Continuando por la calle Landry observé que la idea de encontrar un sitio abierto para meterme no tenía futuro. Andaba muy despacito en el Chevrolet y miraba para los dos lados, sin encontrar nada en medio de una lluvia fortísima y viento. Al poco tiempo mi búsqueda había cambiado, y ya no escudriñaba para un comercio que estuviera abierto, sino solamente para un lugar más o menos protegido para meterme. La idea mía era pasar el chubasco más o menos cobijado y, cuando pudiera, seguir viaje.
Cuando estaba pensando que más bien encontrara algo pronto, porque no me quedaba mucho tiempo, pasé frente a un edificio estilo colonial, de tejas, relativamente grande, que no estaba seguro si era un hotel, una iglesia, o alguna escuela privada. El edificio estaba completamente a oscuras y sin señales de vida, y no tenía ningún auto estacionado enfrente ni alrededor. Tenía un gran parque de estacionamiento al costado, completamente vacío, con un techito que sobresalía, como una entradita para taxis. Me pareció seguro poner el auto debajo de ese techito y lo puse allí. Como he hecho otras veces, dejé el auto apuntando para el lado hacia el cual sería más lógico escapar si me viera súbitamente expuesto a un peligro que uno puede dejar atrás con sólo echar a andar el vehículo. Apagué el motor. Dejé la radio prendida un rato, escuchando las noticias del huracán que estaba pasando por Lafayette. Al rato apagué la radio y me puse a leer el libro sobre Israel.
Mientras leía, cada tanto levantaba la vista y observaba el espectáculo consistente en la fuerza de la naturaleza moviendo brutalmente los árboles, arrancándoles sus brazos frente a mi mirada, y haciendo deslizarlos a toda velocidad por la calle y por la playa de estacionamiento.
Diagonalmente enfrente mío había una heladería, y observé cómo se levantaba parte del techo con el vendaval y un reborde que sobresalía ornamentalmente del techo se había descolgado y pendía de un extremo y como al rato cayó y fue presa de nuevos impulsos violentos. El Chevroletito seguía moviéndose pero no pasaba nada, estaba todo más gris pero todavía suficiente luz como para seguir leyendo tranquilo. En un momento de lujo me comí un alfajor, un Jorgito, el único que me quedaba de dos que había comprado sueltos en Ezeiza para comer después
Más o menos después de unas tres horas de estar presenciando el espectáculo y leyendo sobre el medio oriente, en unas de las veces que levanté la mirada para mantener una cierta relación con mis circunstancias, observé que la puerta del edificio donde yo estaba estacionado estaba abierta, y un hombre me hacía señas para que entrara. Bajé el vidrio y le grité "Estoy bien, sólo estoy leyendo!". Él insistió: "No desea entrar?" allí pensé que es mejor atrapar la oportunidad antes de que desaparezca así como vino, tomé el libro que leía, con lapicera en mano, y bajé del auto. Al entrar me dio la mano y me dijo "I am Father Paul Bienvenu, the Pastor of this Church. You are welcome to stay here if you'd like".
Me aclaró que no tenía mucho para ofrecerme. Le dije que en realidad prefería estar allí adentro que en el auto, y además que no necesitaba nada. "Ya almorcé y bebí y no voy a necesitar ni comer ni tomar nada hasta mañana". Quedarme en este sitio me venía rebién. Me indicó dónde estaba el baño. Estaban sin luz, como todo el pueblo, pero me invitó a tomar una de las numerosas velas que estaban junto al altar para iluminarme. Había dos grandes grupos de velas al pie del altar, a ambos lados, unas velas enormes y hermosas rodeadas cada una de un vidrio protector, tal vez unas 40 velas en cada uno de los grupos. Más o menos tres cuartos de las velas estaban prendidas, el resto apagadas y sin usar. Me explicó que las velas encendidas habían sido prendidas por los fieles, haciendo un pedido religioso. Yo le aclaré que mi uso de la vela no debía afectar el deseo de la persona, porque yo no iba a apagar la vela, sino usarla temporariamente. El padre, con una sonrisa, me dijo que no me preocupara. Luego fui al auto a buscar el resto de mis cosas: el cepillo de dientes, el pulóver, el bolso.
Me quedé mucho más tranquilo dentro de la enorme iglesia. Estando allí no tenía que estar tan pendiente del viento y de observar a mi alrededor para evitar sorpresas. Ahora podía volver a leer el libro, con ayuda de una de las velas, que me acompañó durante todo el tiempo que estuve allí. Yo era el único refugiado, según me parecía en ese momento. Había un silencio y una paz total adentro de ese edificio y también una gran oscuridad: todo el ruido provenía de afuera, de las acciones del viento y de los objetos arrastrados por él.
Me parecía increíble estar solo en esa enorme iglesia, y que, en medio de la tormenta, me invitara a entrar al refugio un cura con un nombre así? "Padre Bienvenido"? Qué más podía pedir!
Es noche leí bastante pero luego me cansé de leer con vela, porque hay que poner la vela casi tocando el papel para poder leer, menos mal que la vela tenía un vidrio protector. Dormí sobre uno de los bancos. El libro, con el pulóver encima, fueron mi almohada. Dormí muy bien, y sólo me desperté una vez durante la noche, sin caerme en ningún momento del estrecho banco. Finalmente me desperté a las 8 de la mañana y esa vez me levanté. Miré por la ventana y vi que el gran huracán ya había pasado. Sólo quedaban, allí afuera, algunos destrozos. El autito estaba bien. Allí fui al baño y me lavé los dientes.

A poco de levantarme apareció el Padre Bienvenu y me invitó a un café. Pasé a la rectoría y me lo sirvió. Él no tomó nada, ni había nada sólido para comer. No me ofreció nada más ni yo le pedí nada. Dijo que por la radio había oído que el huracán ya había pasado y había dejado bastantes daños, pero que no había sido nada comparable al desastre de Katrina tres años antes. Me invitó a ir a pie hasta una estación de bomberos que queda a tres cuadras de allí y fuimos. Ellos estaban también sin luz, pero tenían teléfono y radio. Dijeron que algunos caminos estaban clausurados por árboles caídos, otros por líneas de alta tensión caídas, y otros por el edicto de evacuación que no había sido cancelado todavía y en virtud del cual nadie podía regresar a los pueblos evacuados hasta que las autoridades dieran la orden. Otros caminos estaban abiertos. Llamaron a un teléfono para preguntar si la ruta que yo pensaba tomar para volver a Covington estaba abierta o no, pero dio ocupado. Nos volvimos a la iglesia. Luego me enteré que la iglesia se llama Nuestra Señora de la Misericordia (Our Lady of Mercy). También me enteré que había otro refugiado, a quien después conocí: un cura ciego de 85 años que había que evacuarlo de New Orleans y él pidió que lo enviaran a la iglesia de Opelousas, porque había sido el cura párroco en esa iglesia veinte o treinta años antes. De manera que en ese enorme edificio habíamos sido tres los que estábamos refugiados.
Luego estuve hablando un rato con el Padre Bienvenu y con el otro cura, y le conté del fallecimiento de Dory y de mi viaje de la Argentina. Le pedí al cura que rezara por Dory y por Guica y escribí el nombre de ellos en un cuaderno de oraciones en grupo. Recé una breve oración frente al altar, dejé una pequeña contribución para la iglesia y me despedí del sacerdote con gran agradecimiento.
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Manejé por la ruta 190 hacia Covington, y mientras viajaba observaba los destrozos que había causado el huracán a su paso. Me iba quedando cada vez menos gasolina, por lo cual sabía que no podía hacer ninguna maniobra de más. Mientras conducía el autito y volvía a casa pensaba en qué afortunados que fuimos nosotros tres de haber tenido los padres que tuvimos, y de haber tenido la infancia inmejorable que tuvimos.
Pensaba que teníamos que estar tan conformes con los hechos de nuestra vida que no tendríamos motivo para entristecernos por la muerte de nuestra madre. Pensé que no había lugar para la negatividad entre tantos semejantes positivos pensamientos. Pensé y sentí que no había lugar para ninguna emoción que no fuera la alegría para festejar la vida de nuestros padres. Pensé que no podía evitar estar contento por haber tenido a mi madre por tantos años con nosotros.
Cuando entré a casa, tristemente, me puse a llorar.
Cariños, Eddy.
Nueva Orleans, 05.09.08.