Tengo el gusto de escribirles desde Jerusalen. Hace varios años que tenía pensado visitar este país y esta ciudad, y ahora, gracias a Dios, se ha concretado ese sueño mío.
Hace 12 años comencé a leer la Biblia, los domingos a la mañana un rato, y continué con mi proyecto durante todo este tiempo hasta hace muy poco, cuando terminé con mi plan de lecturas. Me llevó tres años leer el Nuevo Testamento, y cuatro años el Antiguo Testamento.
Luego leí el Libro de Mormon, que dejaron unos mormones que pasaron por casa en La Plata hace 20 años, pero que nunca había tocado. Apuesto a que esos dos flacos de camisa blanca y en bicicleta que me dejaron el libro como una cortesía no podrían adivinar nunca que el libro durmió en una repisa hasta que yo estuviera receptivo para su lectura. Éste me llevo dos años.
Finalmente leí The Koran[El Corán], que me llevó tres años. El Corán que tengo me lo regaló un paciente, que se enteró, a raíz de una conversación conmigo, que me interesaba. Fueron 1760 páginas muy intensas.
Cuando Macarena era chiquita llamaba a mi libro "La Bilbia". En un momento garabateó completamente con una lapicera la página inicial y la siguiente, instantáneamente aumentando el valor personal del libro para mí.
El viaje que estoy haciendo, acompañado por Jamie, tiene para mí valor religioso, cultural, médico y personal. Me anoté para asistir a una reunión médica, para ayudar a poder llegar a este destino tan lejano. Llegamos a Tel-Aviv, de allí a Haifa, luego Tiberias, Capernaum, y ayer a Jerusalen. Luego pensamos visitar Jordania, una ciudad muy interesante llamada Petra.
El valor arqueológico y espiritual de Jerusalen no tiene comparación con nada. La guía que nos lleva (viajamos en bus desde una ciudad a otra) nos ha explicado ya varias veces las distintas culturas que a lo largo de la línea del tiempo han existido en esta antigua capital, pero es difícil de comprender.
Hoy en uno de los hospitales que visitamos nos quedamos deslumbrados. En el pabellón de pediatría para pacientes crónicos funciona un colegio. Los israelíes son una gente de una solidaridad tremenda, y tratan a niños propios al igual que niños palestinos y árabes a pesar de la enemistad que los separa.
Luego de 12 años de leer textos sagrados sentí que me merecería viajar a esta parte del mundo para tener una experiencia personal aquí.
Los sueños que uno tiene no siempre se concretan, pero en este caso agradezco poder estar realizándolo.
Cariños a todos los queridos primos y a sus familias.
Se van a cumplir 40 años de un acontecimiento extraordinario. En rigor de verdad no fue uno sino que fueron dos, pero en resguardo de la sensibilidad de varios integrantes de la familia que no comulgan con nuestra pasión por el rojo y blanco (y están, por supuesto, en todo su derecho de ejercer esa opción) del primero de esos acontecimientos -el que originó todo- no vamos a hablar acá. Hay otros ámbitos más adecuados en que podemos recordarlo y disfrutarlo.
Octubre de 1968. La vida transcurría, todavía, en blanco y negro y en cámara lenta.
A pesar de que ya habían pasado cinco meses desde el mayo francés, cuando los estudiantes parisinos inundaron las paredes con graffitis que decían: "Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar..." o "Seamos realistas, pidamos lo imposible!", al planeta le costaba terminar de sacudirse la modorra.
Faltaba menos de un año para que el hombre llegara a la Luna, la Guerra de Vietnam estaba en su apogeo y la bohemia de la generación hippie con su mensaje de amor y paz se esparcía por el mundo occidental. La juventud había descubierto que -píldora mediante- era mucho más conveniente (y bastante más divertido) "hacer el amor y no la guerra..."
Los Beatles ya habían extendido su soberanía musical a los Estados Unidos e incluso amenazaban con una separación que no tardaría en llegar. Vivíamos una profunda revolución cultural y, sin embargo, nos costaba comprender sobre la marcha que los valores establecidos estaban cambiando para siempre.
Acá en la Argentina -cuándo no- los militares (con Onganía al frente) habían depuesto al presidente democrático (Arturo Illia) e instaurado una verdadera monarquía absoluta que duraría varios años.
Y en este escenario, cambiante, excitado y contestatario a nivel mundial, y opresivo y agobiante a nivel nacional, La Plata asistía a un acontecimiento único y extraordinario: Estudiantes Campeón Intercontinental.
Es justo señalar que no existía la violencia de hoy en día y que la rivalidad se ceñía -en general- a lo que ocurría en el campo de juego. Vale recordar, por ejemplo, que un año antes, cuando Estudiantes se consagró Campeón Metropolitano, el entonces presidente de Gimnasia, Laureano Durán, iluminó y embanderó el frente de la sede de su club en homenaje al campeonato obtenido por su eterno rival. O, también, que había un candoroso canto tribunero que decía algo así como “Si ve una bruja montada en una escoba, ése es Verón, Verón Verón, que está de joda...”, y como el gobierno militar lo consideraba demasiado zafado, había que cambiar ‘joda’ por ‘moda’. Para no herir susceptibilidades...
Hasta aquí el marco. Vamos ahora a los hechos:
No sabemos si por gestión propia o con la intermediación de Roberto, que había viajado a Manchester como periodista, Mariano Montequín (nuestro entrañable tío Mariano) consiguió que Mariano Mangano, presidente de Estudiantes, autorizara a que la Copa -la famosa Copa Intercontinental o Copa del Mundo- se exhibiera durante una o dos semanas en una de las vidrieras de Montequín, en 8 esquina 50 (actualmente ocupada por McDonald's).
Aunque hoy resulta impensable que el trofeo pudiera permanecer durante días en una vidriera a la calle sin custodia o vigilancia especial, en aquel momento aparecía como una cuestión normal y lógica. Si no se hubiera expuesto en Montequín, muy probablemente la Copa se hubiese exhibido en algún otro comercio céntrico ya que era una manera razonable de que el gran público pudiera contemplarla (y admirarla o envidiarla, según el caso) sin tener que ir hasta la sede del Club. Al mismo tiempo, era también un atractivo para que la gente se acercara al comercio.
El pacto entre los dos Marianos se hizo en secreto porque se quería dar la sorpresa: la vidriera, que incluía banderas, camiseta y fotos, se prepararía después del cierre del sábado al mediodía para que la gente la descubriera durante el fin de semana.
Así fue que el sábado en cuestión suena el teléfono en casa y nos avisan que "la Copa está en lo de Nélida..." Por supuesto, no lo podíamos creer. Entre escépticos y ansiosos fuimos volando a la casa de calle 1 y... ¡Sí! allí estaba La Copa... La mismísima Copa del Mundo, la que vimos en cientos de fotos, la que tanto añoramos, la que nos hizo llorar aquel 16 de octubre, la que “se mira y no se toca...”
Dejo librado a la imaginación de cada uno lo que sentimos frente ese majestuoso símbolo de la victoria más encumbrada, esa maravilla brillante... lustrosa... resplandeciente... impoluta... intimidante... inconcebible... Causa y efecto, al mismo tiempo, de una hazaña heroica e inaudita pero resultado -al fin- de un proceso laborioso, épico e irrepetible que había culminado unos días antes allá lejos, bajo la llovizna y los insultos de Old Trafford.
Nuestro primer impacto fue de deslumbramiento y perplejidad. Mirábamos la Copa y nos sacábamos fotos junto a ella en un clima de mesura, contención y prudencia, regocijándonos en la contemplación pero casi sin tocarla. Como si, al hacerlo, el encanto se fuese a romper y esa joya dorada y reluciente pudiese de pronto convertirse -igual que en la Cenicienta- en un rústico y vulgar zapallo.
Era una especie de ritual silencioso y discreto, no fuera que aquellos Animals!que con tanta fiereza la habían conseguido se molestasen y la emprendiesen contra nosotros para arrebatárnosla...
De a poco fuimos tomando confianza y uno a uno comenzamos a alzarla con mucho cuidado para sacarnos fotos, individuales o en grupos, en diferentes poses y lugares: en el jardín, en el patio, en la escalera o bajo las vigas de hierro que sobrevolaban la pequeña terraza.
Y fue entonces que ocurrió... lo que ocurrió.
Uno de nosotros tomó el trofeo por la base, lo alzó sobre sus hombros para ponerlo sobre la cabeza (como hacen los campeones de verdad...) y... ¡TAC..! estrelló la Copa contra una de las vigas metálicas que atravesaban la terraza. No fue un golpe fuerte, fue apenas un toque, pero en ese clima cauteloso y casi solemne retumbó como un campanario echado a vuelo.
—Ché, tengan cuidado..! —se escuchó por ahí.
—Está bien, no pasó nada... —contestamos a dúo.
Sin embargo, superado el instante de pavura, advertimos que la Copa tenía una pequeña abolladura en la parte superior. Digamos, en el polo norte del balón dorado que la corona. La frotamos inocentemente con la manga como si ese gesto apresurado pudiese suprimir la huella del delito, pero el hundimiento seguía en su lugar, persistente, cruel y fatal.
Nos miramos con desesperación, como buscando una explicación, una excusa o una razón valedera para que la Tierra se abriese en ese instante y nos tragase enteros, inmolándonos con Copa y todo. Sin embargo, la Tierra no se abría y nosotros seguíamos allí. La abolladura también...
(Uhhh... ¿Y ahora qué hacemos..? ¿Cómo le explicamos a Mangano..? ¿Y si le decimos que ya estaba así..? Qué sabe él si cuando Malbernat y Pachamé la agitaban en el micro que los trajo desde Ezeiza no la abollaron... O quizás ya estaba de antes y fue el Chango Cárdenas el año pasado, cuando festejaba con Racing; o el Negro Spencer el año anterior, cuando se la llevó Peñarol nada menos que contra el Real Madrid... Y hasta el Negro Pelé -¿por qué no?- pudo haber sido, él que la alzó dos veces con el Santos...)
—Dale, ché, tráiganla para acá que nosotros también queremos sacarnos una foto... —dijeron de pronto allá abajo.
El miedo, la mayoría de las veces, prescinde de las palabras. Sin decir nada bajamos al patio y, abrumados por el bochorno y la cobardía pero simulando la mayor naturalidad, entregamos la Copa a no sé quién, que la tomó y se la pasó a algún otro y, entre foto y foto, dale que va, la cuestión fue pasada por alto. Nadie advirtió el ultraje que acabábamos de perpetrar.
En la semana siguiente pasamos casi a diario por la vidriera de Montequín para ver otra vez la Copa, gozar de ese cosquilleo intransferible de felicidad y orgullo que de ella emanaba y sentir -también- cómo esa sublime sensación de satisfacción suprema se transformaba súbitamente en vergüenza y miedo al posar la vista sobre aquella infamante y obscena cicatriz que le habíamos propinado.
Los 40 años transcurridos desdibujan recuerdos, confunden imágenes y borronean precisiones, pero creo (creo, eh, me parece; no estoy muy seguro...) que el que la abolló fui yo.